Latido

04/05/2007, Mª Carmen Hermida Díaz

A partir de cierto punto no hay retorno
F. Kafka

 

El mar inmenso como un desierto mojado de azules, innabarcable, monótono, triste, egregiamente solitario.

 

Antes y después del mar, campos cuajados de flores silvestres, pacíficos, hermosos.

 

Tenderse en ellos es descansar; forma parte de aquellos que llegaremos a ser un día, cuando no seamos nada, ya.

 

La tierra es sagrada.

 

El mar, insobornablemente mortífero; si te detienes, si abandonas este cuerpo a cuerpo gozosamente inmisericorde, te engulle. El curvilíneo vientre de ola grande verde esmeralda, pavoroso en su inquietante perfección produce el mismo vértigo del abismo; la misma perversa atracción.

 

Uno se acerca al precipicio sabiendo que pobre del que tenga valor suficiente para dejarse arrastrar por la marea del corazón del todo hacia la eternidad de la nada, en una milésima de segundo.

 

Además de sagrada, la tierra es cálida, segura, dócil a pesar de las heridas que cotidianamente le inflingimos sin asomo de piedad.

 

Veo aparecer caminos que suben pendientes imposibles, arrasan llanos, cruzan, surcan, atraviesan el cuerpo ignominiosamente lacerado. Como tierra que soy, me duelen las piernas destrozadas, el costado bifurcado, los brazos maniatados y sobre todo, por encima de todo me duele la mirada de ola furiosamente enceguecida.

 

Llamas devoraron la arboleda de mi cabellera blanca y negra como la gata de Carlos.

 

Pronto me segarán la garganta. Desaparecerán las margaritas amarillas, profusamente alineadas en perfecta armonía con todas las lunas que serán y han sido de todos y de nadie.

 

Rugirá poderoso, el mar irreducible. El mar, lo único que no podemos cincelar a nuestro antojo, ajeno a esa desvalida torpeza nuestra, demoledora cuando se obstina en mejorar lo inmejorable: nunca una luz de neón  alcanzará la blancura de las estrellas, ni un campo de golf, la rotundidad extraordinaria, destellante de un campo de monocotiledóneas amarillas.

 

Nunca un campo domesticado, alcanzará el esplendor de las amapolas en la hierba.

 

 

 

Carmen Hermida Díaz
Cobas.   Junio 2006

 

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