Recuerdos de Ferrol tontos e inocentes

08/04/2017, Pedro Iglesias Sierra

Ferrol ya se había consolado de la espantosa tragedia del Reina Regente y las muchachas ya no repetían con tanta insistencia los nombres de: Bruzón, Charlo, Bestas, Margarit y otros guardias marinas víctimas del naufragio1.

En el desván de las cosas viejas quedaron guardados, junto con el recuerdo de la pérdida de las colonias, los de Deschamps2 que con hábil arrojo había burlado el bloqueo conduciendo un convoy de mercantes; de Cervera3 que después de apresado el Colón entregaba su espada que no fue aceptada como distinción del enemigo a su honor y valentía; de Eulate4 que, en admirable gesto de dignidad, se suicidó en la cubierta del Vizcaya al ver hundirse su barco; de Villamil5, que al mando de la escuadrilla de destructores de rimbombantes nombres6, ya no volvería oírse llamar "o pai de nosos fillos" como lo oyó de boca de las pescadoras después de entrar en Ferrol con la Nautilus7 empavesada a remolque del Mosquito8, al rendir aquel magnífico viaje de circunnavegación, primero realizado por barco de guerra alguno; de las proas del Teresa y el Oquendo9 embicadas en las playas de la fértil y hermosa isla10; de las personales tragedias de un Tomás Calvar nadando veinte y tantas horas para alcanzar la costa y de un Luis Noval dejándose amputar una pierna sin anestesia. También fueron olvidándose los recuerdos de Cadarso11 y sus heroicas tripulaciones, que con indómito valor se entregaron suicidas a la muerte a bordo del Cristina, el don Juan de Austria y otros cascarones en la inmensa bahía de Cavite y allí, en aquel mismo desván, quedó cubierta de polvo y telas de araña el cuadro desolador de los pobres soldados que con rostros macilentos, extremados por la fiebre y la disentería y llenos de suciedad y miseria, no encontraron más consuelo, en su repatriación, que la abnegada y patriótica bondad de las damas ferrolanas.

El almanaque aquel año de 1900 tenía la vista la hoja del 15 de agosto12, que había amanecido con un radiante sol de verano.

Mediado el día se hizo más incesante el paso por la calle Real de gente de todas las clases sociales que se dirigían al muelle de Curuxeiras: criadas de servir empolvadas con arroz o almidón, largas trenzas atadas en las puntas, cuerpos de cacahuete, presionados por los justillos13 y cadencioso movimiento de caderas, marineros bien vestidos, con pantalones acampanados, blusas ceñidas al cuerpo y las blancas gorras casi apolladas en las cejas, iban siguiendo a las domésticas, matrimonios del pueblo con cinco ó seis chiquillos, cargando la madre con el canasto de la merienda y el padre con el último rorro, en filas y cogidos del brazo, simpáticas costureras, regularmente calzadas, modestamente vestidas y graciosamente peinadas con: coletas, trenzas, moños bajos ó de asa, nenes14 en la frente y rulitos naturales en la nuca, iban dejando un reguero de juventud y alegría, clases del ejército y la armada, con sus respectivas esposas de traje negro y mantillas de blonda, llevando los niños por delante con globos de colores y remolinos de viento, tenderos de traje nuevo, chirriante calzado, dijes en la cadena, sombrero torcido y flor en el ojal, soldados de diferentes armas con brillantes botas, funda blanca en el ros, ralos guantes de algodón y la mano izquierda sobre la empuñadura del machete.

Ferrol iba dando la sensación de un pueblo que se deshabitase.

En el silencio de los cantones y entre los jardines de la Alameda de D. Santiago de la Iglesia15, D. Felix Masquelet16 y don José Lapique Adris17, con lento paseo y parándose cada cuatro o cinco pasos, pronosticaban el resurgimiento de España para cuando llegase la república. A grandes zancadas, que dejaban rezagado a D. Jesús, capellán del Hospital de Caridad, Casademón, sacristán de San Julián, accionando con sus enormes manazas, trazaba planes de batalla para la pedrea contra los gatos del túnel, en cuanto se hiciese la noche.

Encaramado en una tapiada ventana de la cárcel18 y por detrás de la diminuta reja, un pobre preso anhelaba más la libertad, en aquella soleada tarde de agosto. En la esquina de las calles Castañar19 y Real, se mezclaba con el olor a cuero de la zapatería de la Betanzeira, el del azafrán, el bacalao y el pimentón de la tienda de los Porriños.

A través del cristal del escaparate, podía verse a Serafín Ferreirós con su carnoso labio, el sombrero puesto y entre trago y trago de aguardiente, como cortaba sobre el zinc del mostrador un cuero amarillo, para unos zapatos de piel de Rusia20.

Hasta la paragüería La Variedad llegaban el sonido de las fichas de dominó del Español y los gritos de los camareros pidiendo… afeé…

Un chiquillo, después de meter la cabeza por una de las puertas de la botica y gritar a todo pulmón: "y la garnacha que le gusta a Punín", emprendió veloz carrera por la calle del Hospital, sin doblar la cabeza hasta llegar a la funeraria de la Vda. de Veiga.

Desde la galería de la esquina, las Gemelitas observaban a las tres Marías, sentadas entre las piezas del lienzo de padrón y lonas.

La sombrerería de Monzón, el almacén de Dans, la camisería de Cedrón y la perfumería de Pepe el guantero celebraban la fiesta, cerrando puertas y ventanas.

Después de un suculento almuerzo, compuesto de unos yerbajos crudos y pan de salvado, a paso largo, muy a la inglesa, los hermanos Piñeiro, marchaban por la calle Real en dirección opuesta a todo el mundo (como para llevar la contraria y no contra cubana de ñapas y poquitos), hacia su finca de Caranza, para darse un delicioso paseíto, descalzos, sobre el húmedo césped del jardín.

Sentados en la acera del Casino: Niño Justi y D. Justo Gayoso cabeceaban y en la puerta de la Peña, el atildado Auditor de Marina y Diputado a Cortes D. Eladio Mille con el suntuoso Conde Cadenas, don Manuel de Cal y de Vicente21, hacían proyectos para su regreso, en otoño, a Madrid.

Mientras la señorita Montalvo saludaba afectuosamente a las Oventín, D. Saturnino le echaba llave a su casa de artículos fotográficos, óptica e instrumentos musicales.

En la ventana de Amparo Cruz, se exhibía el último modelo llegado de Abegondo.

Correctamente trajeado y primorosamente cuidado el rubio mostacho, que con largas guías de suaves curvas le dejaba la nariz entre un paréntesis, en el umbral de la farmacia de Barreiro222, D. Juan Ignacio Leiceaga mataba displicente las interminables horas de tedio ferrolano, y paseándosele por delante, como si hiciese guardia, Victoriano Azcárraga23, con rojo pantalón abotinado, esperaba impaciente a que se asomase a la galería del segundo piso, de enfrente, con el sombrero puesto como señal de salir, la bella señorita Angueira.

Desde la calle se oía el golpeteo de las bolas de billar del Café del Siglo. La Villa de París exponía floreados cortinados de yute y damasco y vistosas alfombras imitación Esmirna y Bruselas.

En el hotel suizo un viajante de comercio en forzosa vagancia, leía un periódico. De un portal, junto a la ferretería de Golpe, bamboleándosele la cabeza como un globo que perdiese gas, mirando de soslayo salía Rey en dirección al Casino.

Abelardo en la puerta de El Correo Gallego24 presenciaba la salida de los repartidores, con el diario decano de la prensa local, fundado por D. Mariano Avizanda. Atenta única y exclusivamente a su negocio y sin importarle un bledo de la romería, Elisa, la coja, sonaba duros y pesetas y echaba al cajón, por la ranura del mostrador, perras grandes y chicas.

Tres niños flaquitos, con el pelo cortado a punta de tijera, expresión de tristeza y desteñido uniforme, se asomaban a la plaza de Amboage, por detrás de la reja del patio del Hospicio.

Apoyado en la escalinata de la plaza, un municipal, a la par que apuraba una colilla, miraba indistintamente como el magnífico Vicente Cabo pegaba los bo tones de un chaleco, o el menudo y diligente San Román preparaba una receta sobre el mármol blanco de la mesa del laboratorio.

En la apacible tranquilidad de la tarde, sonaron cinco campanadas en el reloj de la iglesia de Dolores y otra clase de público seguía pasando en dirección al muelle Señoras con mantillas o velitos y pollitas perfumadas con cananga, vestidos claros planchados, fajas de cinta de seda amarilla o verde Nilo y las melenas sueltas ó en bucles. Dejando un suave olor a lilas blancas y Peau de Espagne25 damas, caballeros y señoritas, vestidas con vaporosas muselina y floreadas y tocadas con amplias pamelas adornadas: con espigas, florecillas de colores semejantes a las silvestres de los campos y bridas de terciopelo negro, que en grandes lanzadas les caían sobre el pecho. Señores de avanzada de edad, con ahogos asmáticos, bronquios "con fuelle" y toses producidas por la intoxicación de nicotina, apoyados en los bastones iban en demanda de su paseo cotidiano.

Detrás del mostrador y entornando los ojos debido a su miopía, la chata de Turnaiz, pretendía curiosear: novios acompañantes, vestidos y sombreros.

Haciéndose biombo con la cortina de la galería Isabel Galán se dejaba contemplar por Miguel Cuervo. De La Galaica salían unos niños comiendo cacahuetes. En la ventana de Amalia Medin había un completo surtido de quincallería.

Por la abertura de la cortina del reservado de la confitería de Casado, se llegaba a ver cómo dos oficiales de la Marina, en animado y sin duda chistoso diálogo, hacían reír a Rufina y daban fin a la tercer botella de olorosa manzanilla.

A través de los cristales pintados de las oficinas de D. Demetrio Plá, se percibía una luz. Desde los soportales de El Correo, una mujer con delantal y chancletas, llamaba gritos a su hija África.

Rendidos los brazos por el constante terciar el arma, en repetidísimos saludos, el soldado de guardia en Capitanía General bostezaba de cuando en cuando.

Sentado en el escalón de su caseta de madera, el Meiriño, con camisa limpia y bovina y fajas nuevas, celebraba la fiesta, sin imaginarse que algún día pasaría al costado de su residencia la Gran Avenida Catoira.

Detrás del asta, asomado, sentado o de pie en el balcón, D. Nicasio26 abultada, poco más o menos, igual que un gorrión.

El Cristo de las Pérez, recibió aquella tarde más reverencias de las que tenía por costumbre. Dos viejas aguadoras y una criada, sin permiso de paseo, llenaban dos sellas y un botijo de loza blanca en la fuente de San Roque.

Las puertas de la Venerable Orden Tercera y la Parroquial Castrense permanecían cerradas "herméticamente, y los santos adentro perfectamente". ¿Os acordáis del cuento de Manolo Núñez de aquel contramaestre que mandaba unto a Filipinas?

Desde el campo de San Francisco, un cura, con sotana y bonete y un ordenanza de la Escuela de Administración Naval27 contemplaban a un velero que en indolente postura inclinado sobre una banda, por detrás de la escollera, se dirigía al Seijo. Más allá y no lejos de Fuentelonga, relegada al olvido y marcada por el estigma de una fábula popular que la había tachado de infecciosa, la fragata Concepción parecía el cadáver de un enorme cetáceo flotando sobre el mar. En la rada del Parque las heroicas Almansa, con su herida restañada después de Trafalgar y Villa de Bilbao de esbeltos mástiles añorando los años mozos en que gallardas y ligeras surcaban los mares, guardaban su sitio a la vieja compañera Asturias, que animada por las bellezas del paisaje y arrastrando los achaques de la vejez, había cometido la locurilla de irse a veranear a la Graña.

Al doblar la esquina de la Maristany y entrar en la calle de la Cárcel aumentaba la angustia que producía su estrechez, el vaho caliente que salía de las tabernas, que exhibían en sus ventanas junto con las repletas fuentes de cascarillado esmalte, con deliciosos panchos y finísimas fanecas fritas, el clásico letrero, blanco de las moscas, “Hay callos los domingos"-.

Desembocando en el muelle contrastaba más con el alivio que producía la fresca brisa marina, el olor indefinido en que se mezclaban el amargo del chapapote, el acre de las algas y los efluvios que emanaban de las cañerías de desagüe al costado de la Sala de Armas.

Cómodamente sentadas en el poyo de piedra y respaldadas en la dura verja de hierro del malecón, una fila de pescadoras con mantoncitos enrollados en la cintura, las faldas poco más abajo de las rodillas, los pies descalzos y sosteniéndose los pechos sobre los brazos cruzados, miraban, criticaban, en alta voz y hasta insultaban a los transeúntes que no eran de su agrado. Una de ellas joven y con robustas piernas curtidas por el salitre y el aire del mar, provocó al tímido acompañante de una esmirriada pollita, por cometer la imprudencia de miraba el grupo.

—¿Justanche filliño? pois xa teñen home.

Otra, de pelo ceniza y labios resecos y apretados, ofendió a una señorita, que tratando de evitar un insulto, caminaba con la cabeza doblaba al otro lado.

—Ay Jesús, a engalichada revirou a cara. ¡Nin que cheirásemos muller!

Otra más de voz aguardentosa y pronunciada apoplejía se burló de una señora de nariz "acotorrada".

—Sabela, ay Sabela, ahí che vay ó moucho, con unha pateliña na cabeza.

Parado ante el fielato, una zorra de Sueiras, arrastrada por dos viejos bueyes de huesudas ancas, enorme cornamenta y constante rumiar, parecía que tuviesen los hocicos atados a las piedras de la calle por un hilo de blanca y espesa baba.

Cerca de una grúa y custodiados por un carabinero, esperaban agrupados la inspección aduanera rezumantes cajones de fino aceite sevillano, ventrudos barriles de riquísimos vinos riojanos y dorados serones con dulcísimas pasas de Málaga.

Atracada a una de las primeras escalerillas del muelle, una canoa blanca, de guerra, con brillantes chumaceras de bronce dorado, cubiertos los asientos con paño azul y flotando en el hasta la bandera con escudo, recibía la deliciosa carga de una dama y tres señoritas, acompañadas por un jefe de la Armada. A popa, de pie, rígido, esbelto y con la caña del timón entre las pantorrillas, un cabo de mar, orgulloso de su autoridad ante aquellas damas, con voz firme de mando, ordenó, como si se dirigiera un solo hombre:

—¡Abre!

El marinero que momentos antes sostenía en las escalerillas la codera, separaba la canoa del malecón; otro a proa hacía crujir el bichero contra las piedras del muelle.

— ¡Arma!

A un solo golpe cayeron los remos sobre las bordas.

—¡Arranca!

..............................

Al doblar la punta de la Farola el viento del norte que rizaba el mar, disminuyó la velocidad de la embarcación y el patrón volvió ordenar:

—¡Pica la boga y arranca!

Sobre las bancadas se ciñeron los pies descalzos de grueso cuero, uñas de hasta y pronunciados juanetes, se hundieron los remos en el agua, hasta casi la mitad, e hinchándose las yugulares y sobresaliendo los pechos, fue tan violento el envión de la canoa, que se escaparon cuatro grititos, como cuatro palomas al remontar en vuelo hacia el espacio.

Un viejo carabinero de puerto, ofendiendo la estética con cinta roja en la gorra de marinero, entró en su cuartelillo con dos remos al hombro. Acosado por boteros que ofrecían sus embarcaciones, el público se dirigía al costado del muelle que daba frente a La Graña, donde en compacta masa se agrupaban en las ramblas y escalerillas cómodas bucetas, con nombres femeninos —La Porteña, La Joven Juanita, La Cubana—; botes pintados de colores claros y primorosamente baldeados; negras barcazas de pesca con velas color canela, remendadas con lona blanca y flequitos de soga de los rizos y entre idas y venidas, codazos, gritos y empujones, se hacían los tratos para el viaje, en una jerga de mal gallego y peor castellano.

—¡A La Jraña!

—Caballero, yo le fui el que lo llevara al Hércules de aquella que marehara para Cruña, allí le tengo el bote y no le voy cobrar más que cuatro pesetas con la compaña y todo.

—¡A La Jraña! ¡A La Jraña!

—Oija goven xa vou salir, llévola por un real e os pequenos por tres chicos.

—¡A La Jraña!

—¡Metalo no moño, concho!

—¿Eh lojo que foi Trinqueiro?

—Que pedinlle un duro por toda a familia e quéreme dar dazaseis reas.

—¡Que o leve o demo! Trae lume, ho.

—¡A La Jraña!¡A La Jraña!

—Ti Roxo arría a escota e vay acuartelando vela, que che vamos ir á remo.

—¡A La Jraña!

En fila, al borde del muelle, unos chiquillos de Ferrol viejo, con los labios amoratados, tiritando de frío, pegadas las huesudas rodillas y chorreándoles el pelo que les caía sobre las orejas, se tapaban púdicamente con la mano el sitio que el dios Baco se cubría con una hoja de parra, a la espera de un gordo envuelto en un papel blanco para bucearlo y sacarlo del agua entre los dientes.

Desde lejos un guindilla revoloteando el bastón sobre la teresiana los amenazaba. Otro grupo de pilletes, desde lo alto de Baterías, se entretenían en tirar piedras, por encima de los depósitos, a la cubierta de un cañonero inglés, atracado a los muelles de Pérez.

A las escalinatas del puerto militar de La Graña iban llegando variadas embarcaciones: alguna lujosa lancha de vapor ribeteada con guarda dorada, imitando los entorchados de general y barnizada cámara conduciendo en su interior altos jefes de la Armada, con sus excelentísimas esposas y sus, quizás futuras excelentísimas, hijas; otras lanchas, no tan lujosas, remolcando enormes botes blancos, con alegre pasaje de señoras, señoritas y oficiales; canoas a remos también de guerra, con jefes de menos categoría; y bucetas de alquiler con distinguidas familias ferrolanas, costeadas con su propio pecunio y en las mismas escalinatas dispuestos a hacer los honores de la casa, se veían imberbes aspirantes, con botas de una pieza, sin sable y prendidos uno con otro los broches del bericú; guardias marinas con cuello de pajaritas o tiesas tirillas, corbatas de moño y fofas lazadas en los zapatos de charol; y algún que otro Oficial de Fragata de la última promoción salida de la Almansa, con relucientes insignias en las flamantes levitas, todavía no cobradas por Allegue y todos, con las gorras bajo la casilla izquierda doblándose por la cintura en elegante saludo, ofrecían a las damas la mano derecha para ayudarlas a saltar a tierra.

En el inmenso gimnasio de cruzadas vigas blancas y firme entarimado de tablas estrechas, semejante a las cubiertas de los buques, se advertía un aseo de balde, con cepillos y zorros de soga y desmantelado el salón de trapecios, argolla, paralelas y demás aparatos de gimnasia, permanecían, sin embargo, colgadas en las paredes viejas panoplias con sables, floretes y espadas de combate.

Sentadas en sillas pegadas a las paredes, las santas madres, con abnegación sublime, aguantaban la mecha y mientras unas sonreían alagadas al ver a sus niñas en incesante danzar, otras, con cara mustia, rogaban a San Antonio que un alma caritativa les cortase a las suyas la indigestión de pavo y en un revoloteo de vaporosidades e interminable girar se sucedían al vals, el rigodón y a éste el pas á quatre para volver a empezar y apareciendo y desapareciendo entre el torbellino de parejas se destacaba Leopoldo Boado, el Gran Cacú, que, con magnífico oído, admirable agilidad y elegantes chicotazos de los amplios faldones de su levita, al cambiar las vueltas, ocupaba el trono en el arte de valsar y eran también Altezas Reales del distinguido arte el simpático Marcialete, el gracioso Vicente Perea y el travieso Víctor Díaz del Río, mientras que ¡el pobre Juanito…! —tieso, pelma, impertérrito e insípido—, titubeando en cada paso de baile antes de darlo y mascullando cada palabra antes de pronunciarla, debía haberse quedado en la carpintería con su papá.

Afuera en el pintoresco soto de altísimos árboles cruzado por una calle estaban instaladas infinidad de tiendas de campaña con pretensioso aspecto de restaurant, unas; de alegres tabernas, otras; y hasta sencillos puestos, sin techo que los cobijara, donde se exhibían exquisitas, apetitosas y suculentas empanadas, tanto de modesto pan, mostrando sus entrañas descabezadas sardinas coloreadas con pimentón que salían a dous reás, como de fino pan gramado y ombligo con tapa, por donde después de adquiridas las rociaban las vendedoras con un chorrito de aceite rustrido de las alcuzas.

Por las laderas de la montaña que servía de fondo al Soto, grupos familiares sentados en corro, las mujeres con las faldas dobladas hacia arriba y los hombres en mangas de camisa, deglutían rica merienda (como la que llevaban las hijas de Medina a la alameda 28), que rociaban, o pegando todos la boca a la misma bota, o bebiendo en una sola cunca de floreada loza, mitad viño de Riveiro, mitad efervescente gaseosa.

Pordioseros llegados hasta de muy lejanos lugares, mancos, cojos enseñando muñones, niños esqueléticos, paralíticos, llagas, úlceras y toda clase de lacras, con rezos y salmodias imploraban a los que merendaban una limosniña por el almiña de sus difuntiños, y en repugnante mezcla con las patatas crudas, las espigas de maíz y los mendrugos de borona, iban echando en los zurrones, después de darles un beso trozos de empanda, patas de gallina, grasientos pedazos de cerdo, frutas y rosquillas. Otros ciegos tocando un desvencijado violín y a dúo con una mujeruca, que hacía crujir una guitarra, con voz destemplada y cazurrería de la tierra, cantaban coplas alusivas a las parejas jóvenes que terminaban siempre con el consabido “no hay bien como el de la vista y de hoxe en un ano”.

Abajo en diferentes sitios y entre los claros de los árboles, sudorosos romeros de parroquias y aldeas circundantes, triturando con los pies matas y yerbajos, hasta convertirlos en polvo, bailaban muñeiras y jotas al compás de gaitas y acordeones, mientras que en la explanada del centro del Soto un público más selecto de los pueblos de la costa, alrededor de un improvisado palco de música y cogiendo los hombres a la compañera con un pañuelo para no sudarle el talle, a los acordes de cascados platillos, bombo zumbón y estridente cornetín, entre una densa nube de tierra y penetrante olor a aceite frito y ácido vino mezclado con los grajos cebolleros y cucaracheros, los polvos y jabones baratos y las lociones de las peluquerías de “á real la afeitada”, tiernas y amorosas parejas seguían el compás de polkas y valses, mazurcas y habaneras.

Galantes bailarines ofrecían a las compañeras caramelos de palo, cacahuetes y rosquillas ensartadas en una ramita de árbol.

—Maruja tome un carameliño.

—Mucho le agradezco; pero con el dulce de seguida me le duelen las muelas.

A otras las obsequiaban con un muñeco que tirándole de un hilito daba vueltas sobre un trapecio.

—Muchísimas gracias hombre que bien pavero le es.

Grana y escarlata el cielo, como si un voraz incendio se hubiese apoderado de los montes de La Palma, la costa, desde La Graña a Serantes, se iba sumiendo en las sombras de los melancólicos atardeceres gallegos.

Con íntimo reconocimiento de espíritu, se oía lejano y suave el toque de oración de las cornetas de los cuerpos de guardia y henchido el pecho de fervor patriótico, en los barcos de guerra, se arriaba, lenta y majestuosamente, la bandera, sangre y oro, del Imperio.

Los más variados artefactos constituían el alumbrado de las tiendas y puestos de la romería: pesadas arañas de hierro fundido, contrapeso de municiones y anchas pantallas de porcelana blanca; sencillas heridas, con pantalla de latón y tubos ahumados por los picos de las mechas; quinqués de loza decorada o metal niquelado; faroles altos y redondos, con protección de alambre para los cristales, chiquitos y cúbicos, con armazón de hojalata; botellas con una vela por corcho; y hasta prehistóricos candiles de grasienta y sebosa mecha.

Sobre la calle principal del Soto, atadas de árbol a árbol, largas tiras de alambre sostenían farolitos de rizado papel de colores y cuando una ráfaga de viento producía el incendio de uno, el público que lo contemplaba, con fingidas manifestaciones de pesar, deseaba íntimamente que el fuego se propagase a los otros para sentir la emoción del peligro.

Cubierto el cielo de estrellas y más fuerte el olor de la marisma, por la baja marea y la fresca brisa de la noche, empezó el regreso de las familias con chicos y las personas formales y con los pantalones remangados hasta las rodillas, los boteros hacían titánicos esfuerzos para poner los botes a flote, que el público pretendía tomar por asalto.

Romeros del lado de San Felipe, volvían a sus lugares y ocultos por los bosques de pinos y los tupidos tojales, de entre la espesura del monte salían las voces de mozas y mozos que iban cantando:

Y dile que jamás
Olvidar la podré
Desde que en san Mateo
Empanada la vi
Con as poutas comer.

Y de La Graña también regresaban a sus casas vecinas de La Cabana, La Malata y Serantes y mezclados del brazo jóvenes de ambos sexos, con voz de tiple ellas y ellos de bajo:

Cuando en la playa mi linda Lola
Su larga cola me saludó
...............................
Los marineros se vuelven locos
Y hasta el piloto pierde el compás.

Botes repletos volvían a Ferrol, con chicos del comercio y sentimentales chicas de los talleres de costura y de planchado, que con el cabello estrellado de luciérnagas, cantaban afinadas, afinadas y llenas de emoción:

Aúlla un perro madre
Junto a la puerta
En cuanto aclare el día
Ya estaré muerta
...............................
Los rondadores
Es sabado y cortejan
A sus amores
Vísteme de mortaja
La ropa toda
Que en el arca tenía
Para mi boda.
No temas nada
Por ti y por Juan lo siento
Madre adorada.

De otras embarcaciones con pasaje menos romántico, salía esta copla:

Las siete acaban de dar
Las modistas van salir
Todas las veremos lucir
Y las mías relumbrar.

También pasaban botes para Mugardos, El Seijo, y raro para el muelle de San Fernando y en estos se cantaba:

Era unha tarde en Esteiro
Que pro nebueiro
Non se vía ó sol
Si quitases a perrera
Cochina, marrana
Forache mellor.
Con levita é pantalón
y a cadea do reló.

En el gimnasio los padres, con marcada insistencia, miraban el reloj y las mamás, de pie delante de las sillas, que les habían servido de potro durante toda la tarde, chistaban a las niñas, que haciéndose las sordas, en flagrante complicidad con los bailarines, pedían otro vals y otro y otro, para seguir escuchando, con inefable emoción, los deseos de un novato, de ahogarse en el verde de sus pupilas, o las seguridades que les daba un guardia marina, de que en las guardias nocturnas en los mares tropicales los luceros le recordarían sus ojos.

A una hermosa dama de singular belleza, aumentada por un gracioso hoyito en la torneada barba, con ojos y pelo negros, mirada inteligente, y bondadosa expresión de santa, que acompañaba a unas delicadas señoritas (—Gracias Bernardo, eres muy amable —No hay por qué darlas Lolita 29, Vds. se merecen mucho más) y unos niños de los cuales uno era, según propia opinión, tirando a regular (siempre que recuerdo la infancia de ese niño lo veo como en el grupo del nacimiento, de ángel, con alas, los ojazos muy abiertos y la ñata respingoncita), se le acercó un caballero, quizá de otra época, del que se despegaba la galoneada levita de uniforme y se le imponía la sedosa chupa, el an cho fieltro con plumas, las altas botas de mosquetero y la espada en el tahalí y le rogó, suplicante: —He recibido noticias de que habéis fletado un esquife y si me dieseis un lugar en él si os lo agradecería—. Concedido el ruego, fue uno de los preliminares para la marcha por las sendas de la vida de la Fe con su Suero y Manoleta, la Esperanza con su Vazque, y la Caridad con… (su piano en Barcelona).

Entre el monótono y acompasado crujir de remos, estrobos y toletes, las campanas de los buques surtos en el puerto, marcaban las horas de la clara y tranquila noche.

Dejando atrás la fosforescente estela y llevando por vigía en lo alto del mástil un farolito, las embarcaciones se cruzaban, serenas, de una a otra banda. Seguía la romería.

En el almanaque de aquel año de 1901 corría la segunda quincena de mayo y las piadosas Siervas de Jesús, de la Casa Cuna, cosían afanosas fajas, mantillas, pañales y ombligueros.

 

NOTAS

1. Cinco fueron los Guardias Marinas muertos en el trágico y misterioso naufragio del crucero Reina Regente, que había zarpado de Tánger rumbo a Cádiz el 9 de marzo de 1895 y desapareció en el estrecho con sus 412 tripulantes sin que jamás se encontraran restos: Domingo Margarit, Carlos Pujada, Luis Bestas y Díez, Salvador Bruzón y Juan Charlo y Justo.

2. El capitán de la Marina Mercante Manuel Deschamps Martínez (1853-1923) nació en la Parroquia de Sigrás, ayuntamiento de Cambre, en La Coruña. Al mando del vapor Monserrat, y transportando un valioso cargamento de material de guerra y tropas, burló la línea de bloqueo norteamericana durante la guerra de Cuba. Sus restos descansan en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, a donde fueron trasladados por orden de S.M. Juan Carlos I.

3. Pascual Cervera y Topete (1839-1909) se encontraba embarcado en el crucero Infanta María Teresa, su buque insignia, cuando ordenó salir de Santiago de Cuba la Escuadra Española bajo su mando para romper el bloqueo de la Armada norteamericana.

4. Antonio Eulate y Fery (1845-1932) mandaba el crucero acorazado Vizcaya, el segundo en salir de puerto el 3 de Julio de 1898, tras el Infanta María Teresa, para enfrentarse a la Armada norteamericana en la batalla naval de Santiago de Cuba. Tras sufrir grandes daños en el combate, embarrancó y rindió su barco para evitar más bajas. Fue trasladado, herido, al Iowa donde su comandante le permitió conservar el sable.

5. Fernando Villaamil Fernández-Cueto (1845-1898) era natural de Villaamil, parroquia de Serantes, actual concello de Castropol. En 1896 publica su Informe acerca de las causas probables de la pérdida del crucero Reina Regente, hundido sin dejar rastro, y para poder expresar con mayor contundencia sus críticas se presenta, y es elegido, a diputado por El Ferrol. Regresó a la armada y, al mando de la división de destructores, falleció a bordo del Furor en el desgraciado combate de Santiago, el 3 de julio de 1898.

6. Los destructores de rimbombantes nombres que constituían la división mandada por Villamil en Cuba eran los destroyers Terror, Furor y Plutón y los torpederos de alta mar Ariete, Audaz y Azor.

7. La corbeta Nautilus, inmediato antecesor del actual buque escuela de la Armada Juan Sebastián de Elcano, era un viejo clipper inglés llamado Carrick Castle que el gobierno español adquirió en 60.000 pesetas a instancias de Villaamil, para instruir a los jóvenes marinos en la navegación a vela. Al mando del buque, el 30 de noviembre de 1892, Villaamil emprende una famosa y meritoria vuelta al mundo con una dotación mayoritaria de gallegos y asturianos, regresando a San Sebastián el día del Carmen de 1894.

8. En Ferrol entró el 18 de agosto.

9. Los cruceros acorazados Infanta María Teresa y Almirante Oquendo eran gemelos del Vizcaya y, con éste, fueron gravemente dañados en el combate naval de Santiago de Cuba.

10. La de Cuba, por supuesto.

11. Luis Cadarso y Rey, comandante del Reina Cristina, hizo gala de gran valor en el combate naval de Cavite; fue alcanzado por una granada cuando dirigía la evacuación de su buque, siendo el fallecido de mayor graduación.

12. El día 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen María.

13. Prenda interior sin mangas, que ciñe el cuerpo y no baja de la cintura. (DRAE)

14. Rizo en forma de circunferencia que se llevaba en la frente

15. La alameda era la zona verde más antigua de Ferrol. Paseo rectangular de 535 m de longitud, situado entre las calles del Barrio de A Magdalena y el Arsenal, comunicado con el Barrio de Esteiro y Ferrol Vello por caminos bordeados de árboles. Su tamaño se redujo en 1858; actualmente son restos de la Alameda de los Cantones, la Alameda de Suances y la de la calle Irmandiños (feria de Ferrol).

16. Félix Carlos Masquelet nació en Santiago de Compostela alrededor de 1841-1843. Fue profesor de matemáticas y vivió en la calle María, 64, casado con la ferrolana Consuelo Lacaci Barreiro.

17. José Lapique Adrio fue presidente del Club de Velocipedistas de Ferrol desde su refundación en 1893. En 1914 fue director del efímero diario ferrolano El Faro de Ferrol de orientación liberal-prietista (socialista).

18. La cárcel, hoy sala de exposiciones de La Caixa y antes Gobierno Militar.

19. Hoy calle de la Tierra. Se llamaba así por D. José Bustillo, Marques del Castañar que fue Brigadier de la Armada en el Departamento. Según Montero Aróstegui las calles transversales del barrio de la Magdalena tomaron los nombres de los Jefes de la Armada y de la ciudad en el momento de su rompimiento.

20. Piel adobada a la cual se da olor agradable y permanente por medio de un aceite sacado de la corteza del abedul. (DRAE)

21. Manuel de Cal y de Vicente, alcalde interino de Ferrol entre el 14 de septiembre de 1889 y el 27 de diciembre del mismo año y alcalde electo entre 1894 y 1895

22. La farmacia de F. Barreiro estaba en el número 102 de la calle Real. Si no ha cambiado la numeración, es el edificio situado a la izquierda del Casino, hoy ocupado por Bijou Brigitte.

23. Victoriano Azcárraga Sánchez era probablemente 1er teniente de Infantería en aquel momento (lo era en 1903). El pantalón abotinado es aquel cuyos perniles se estrechan en la parte inferior, ajustándose al calzado. El que fuera de color rojo me hace pensar que fuera un uniforme.

24. En el bajo del edificio de El Correo Gallego, en la calle Real, hoy hay un todo a cien chino. En la fachada se colocaba una pizarra donde se podía leer los titulares más sobresalientes de la jornada y las esquelas.

25. Peau de Espagne (Piel de España) es una combinación de flores y aceites aromáticos que se emplea para dar lustre y buen olor a objetos delicados de cuero (como guantes femeninos).

26. Don Nicasio Pérez ejerció como concejal en varios períodos y como alcalde entre julio de 1885 y junio de 1886, fecha en la que renunció al puesto. También fue senador por la provincia de A Coruña en 1891. Se sabe, también, que Nicasio Pérez murió a resultas de un atentado anarquista. Más tarde, en la posguerra española, su hijo mataría al hijo del asesino de su padre.

27. Creada en 1861.

28. Canción popular con que se acompañaba el juego de la comba:

Mamá, ¿me deja usted ir
un poquito a la alameda
con las hijas de Medina
que llevan rica merienda?
Al tiempo de merendar
se perdió la más pequeña.
Su madre la está buscando
calle arriba, calle abajo.
¿Dónde la vino a encontrar?
En un bailito bailando.

29. Lola Iglesias, hermana del autor

<< Volver